Clarice Lispector Cuento : Felicidad clandestina

Felicidad clandestina

Cuento Texto completo

Autor : Clarice Lispector

Ella era gorda, baja, pecosa y de pelo excesivamente crespo, medio amarillento. Tenía un busto enorme, mientras que todas nosotras todavía eramos chatas. Como si no fuese suficiente, por encima del pecho se llenaba de caramelos los dos bolsillos de la blusa. Pero poseía lo que a cualquier niña devoradora de historietas le habría gustado tener: un padre dueño de una librería.

No lo aprovechaba mucho. Y nosotras todavía menos: incluso para los cumpleaños, en vez de un librito barato por lo menos, nos entregaba una postal de la tienda del padre. Encima siempre era un paisaje de Recife, la ciudad donde vivíamos, con sus puentes más que vistos.

Detrás escribía con letra elaboradísima palabras como «fecha natalicio» y «recuerdos».

Pero qué talento tenía para la crueldad. Mientras haciendo barullo chupaba caramelos, toda ella era pura venganza. Cómo nos debía odiar esa niña a nosotras, que éramos imperdonablemente monas, altas, de cabello libre. Conmigo ejerció su sadismo con una serena ferocidad. En mi ansiedad por leer, yo no me daba cuenta de las humillaciones que me imponía: seguía pidiéndole prestados los libros que a ella no le interesaban.

Hasta que le llegó el día magno de empezar a infligirme una tortura china. Como al pasar, me informó que tenía Las travesuras de Naricita, de Monteiro Lobato.

Era un libro gordo, válgame Dios, era un libro para quedarse a vivir con él, para comer, para dormir con él. Y totalmente por encima de mis posibilidades. Me dijo que si al día siguiente pasaba por la casa de ella me lo prestaría.

Hasta el día siguiente, de alegría, yo estuve transformada en la misma esperanza: no vivía, flotaba lentamente en un mar suave, las olas me transportaban de un lado a otro.

Literalmente corriendo, al día siguiente fui a su casa. No vivía en un apartamento, como yo, sino en una casa. No me hizo pasar. Con la mirada fija en la mía, me dijo que le había prestado el libro a otra niña y que volviera a buscarlo al día siguiente. Boquiabierta, yo me fui despacio, pero al poco rato la esperanza había vuelto a apoderarse de mí por completo y ya caminaba por la calle a saltos, que era mi manera extraña de caminar por las calles de Recife. Esa vez no me caí: me guiaba la promesa del libro, llegaría el día siguiente, los siguientes serían después mi vida entera, me esperaba el amor por el mundo, y no me caí una sola vez.

Pero las cosas no fueron tan sencillas. El plan secreto de la hija del dueño de la librería era sereno y diabólico. Al día siguiente allí estaba yo en la puerta de su casa, con una sonrisa y el corazón palpitante. Todo para oír la tranquila respuesta: que el libro no se hallaba aún en su poder, que volviese al día siguiente. Poco me imaginaba yo que más tarde, en el curso de la vida, el drama del «día siguiente» iba a repetirse para mi corazón palpitante otras veces como aquélla.

Y así seguimos. ¿Cuánto tiempo? Yo iba a su casa todos los días, sin faltar ni uno. A veces ella decía: Pues el libro estuvo conmigo ayer por la tarde, pero como tú no has venido hasta esta mañana se lo presté a otra niña. Y yo, que era propensa a las ojeras, sentía cómo las ojeras se ahondaban bajo mis ojos sorprendidos.

Hasta que un día, cuando yo estaba en la puerta de la casa de ella oyendo silenciosa, humildemente, su negativa, apareció la madre. Debía de extrañarle la presencia muda y cotidiana de esa niña en la puerta de su casa. Nos pidió explicaciones a las dos. Hubo una confusión silenciosa, entrecortado de palabras poco aclaratorias. A la señora le resultaba cada vez más extraño el hecho de no entender. Hasta que, madre buena, entendió al fin. Se volvió hacia la hija y con enorme sorpresa exclamó: ¡Pero si ese libro no ha salido nunca de casa y tú ni siquiera querías leerlo!

Y lo peor para la mujer no era el descubrimiento de lo que pasaba. Debía de ser el horrorizado descubrimiento de la hija que tenía. Nos espiaba en silencio: la potencia de perversidad de su hija desconocida, la niña rubia de pie ante la puerta, exhausta, al viento de las calles de Recife. Fue entonces cuando, recobrándose al fin, firme y serena, le ordenó a su hija:

-Vas a prestar ahora mismo ese libro.

Y a mí:

-Y tú te quedas con el libro todo el tiempo que quieras. ¿Entendido?

Eso era más valioso que si me hubiesen regalado el libro: «el tiempo que quieras» es todo lo que una persona, grande o pequeña, puede tener la osadía de querer.

¿Cómo contar lo que siguió? Yo estaba atontada y fue así como recibí el libro en la mano. Creo que no dije nada. Cogí el libro. No, no partí saltando como siempre. Me fui caminando muy despacio. Sé que sostenía el grueso libro con las dos manos, apretándolo contra el pecho. Poco importa también cuánto tardé en llegar a casa. Tenía el pecho caliente, el corazón pensativo.

Al llegar a casa no empecé a leer. Simulaba que no lo tenía, únicamente para sentir después el sobresalto de tenerlo. Horas más tarde lo abrí, leí unas líneas maravillosas, volví a cerrarlo, me fui a pasear por la casa, lo postergué más aún yendo a comer pan con mantequilla, fingí no saber dónde había guardado el libro, lo encontraba, lo abría por unos instantes. Creaba los obstáculos más falsos para esa cosa clandestina que era la felicidad. Para mí la felicidad siempre habría de ser clandestina. Era como si yo lo presintiera. ¡Cuánto me demoré! Vivía en el aire… había en mí orgullo y pudor. Yo era una reina delicada.

A veces me sentaba en la hamaca para balancearme con el libro abierto en el regazo, sin tocarlo, en un éxtasis purísimo. No era más una niña con un libro: era una mujer con su amante.

FIN

 

 

Cuento hindú : La llave de la felicidad

La llave de la felicidad

Cuento hindú  Texto completo

El Divino se sentía solo y quería hallarse acompañado. Entonces decidió crear unos seres que pudieran hacerle compañía. Pero cierto día, estos seres encontraron la llave de la felicidad, siguieron el camino hacia el Divino y se reabsorbieron a Él.

Dios se quedó triste, nuevamente solo. Reflexionó. Pensó que había llegado el momento de crear al ser humano, pero temió que éste pudiera descubrir la llave de la felicidad, encontrar el camino hacia Él y volver a quedarse solo. Siguió reflexionando y se preguntó dónde podría ocultar la llave de la felicidad para que el hombre no diese con ella. Tenía, desde luego, que esconderla en un lugar recóndito donde el hombre no pudiese hallarla. Primero pensó en ocultarla en el fondo del mar; luego, en una caverna de los Himalayas; después, en un remotísimo confín del espacio sideral. Pero no se sintió satisfecho con estos lugares. Pasó toda la noche en vela, preguntándose cuál sería el lugar seguro para ocultar la llave de la felicidad. Pensó que el hombre terminaría descendiendo a lo más abismal de los océanos y que allí la llave no estaría segura. Tampoco lo estaría en una gruta de los Himalayas, porque antes o después hallaría esas tierras. Ni siquiera estaría bien oculta en los vastos espacios siderales, porque un día el hombre exploraría todo el universo. “¿Dónde ocultarla?”, continuaba preguntándose al amanecer. Y cuando el sol comenzaba a disipar la bruma matutina, al Divino se le ocurrió de súbito el único lugar en el que el hombre no buscaría la llave de la felicidad: dentro del hombre mismo. Creó al ser humano y en su interior colocó la llave de la felicidad.

FIN

Guy de Maupassant Cuento : La felicidad

La Felicidad

Cuento Texto completo

Autor : Guy de Maupassant

Era la hora del té, antes que trajeran las luces. La ciudad dominaba el mar; el sol, que acababa de ponerse, había dejado el cielo rosa a su paso, salpicado de polvo de oro; y el Mediterráneo, sin una arruga, sin un estremecimiento, todavía resplandeciente bajo el día agonizante, parecía una interminable plancha de metal pulimentado.

Lejos, a la derecha, las montañas escarpadas dibujaban su perfil negro sobre el púrpura pálido del poniente.

Se hablaba del amor, se discutía sobre este viejo tema, volviéndose a decir las cosas ya dichas tantas veces. La suave melancolía del crepúsculo hacía pesadas las palabras, produciendo un sentimiento de ternura en las almas, y aquella palabra, “amor”, constantemente pronunciada, tan pronto por la voz fuerte de un hombre como por una voz femenina de timbre ligero, parecía llenar el saloncito, en el que revoloteaba como un pájaro, pesando en su atmósfera como una aparición.

¿Se puede amar durante muchos años seguidos?

-Sí -decían algunos.

-No -aseguraban otros.

Distinguían los diversos casos, establecían diferencias, se citaban ejemplos; y todos, hombres y mujeres, estaban llenos de recuerdos que les volvían y turbaban, pero que no podían citar aunque los tenían a flor de labios, y parecían emocionados, hablaban de aquel tema vulgar y soberano, del acuerdo tierno y misterioso de dos seres, con una emoción honda y un interés ardiente.

De pronto, alguien, con la mirada fija en un punto lejano, exclamó:

-¡Miren allí! ¿Qué es aquello?

Sobre el mar, en el horizonte, surgía una masa gris, enorme y confusa.

Las mujeres se levantaron y contemplaron sin comprender aquel fenómeno sorprendente que jamás habían visto.

Alguien dijo:

-Es Córcega. Se la ve así dos o tres veces al año en ciertas condiciones atmosféricas excepcionales, cuando el aire, de una limpidez perfecta, no la oculta con esas brumas de vapor que siempre velan las lejanías.

Vagamente, se distinguían las crestas de las montañas, donde creyeron reconocer la nieve. Todos quedaron sorprendidos, turbados, casi asustados por aquella brusca aparición de una tierra, por aquel fantasma salido del mar. Así debieron de ser las extrañas visiones que tuvieron los navegantes que, como Colón, partieron a través de los océanos inexplorados.

Entonces, un anciano caballero, que aún no había hablado, dijo:

-En esa isla que se alza ante nosotros como para responder a lo que estábamos diciendo y despertar en mi memoria un curioso recuerdo, conocí un ejemplo admirable de un amor constante, inverosímilmente feliz. Se lo contaré. Hace cinco años hice un viaje a Córcega. Es una isla salvaje, más desconocida y lejana de nosotros que América, a pesar de que a veces se la vea desde las costas de Francia, como hoy. Imagínense un mundo todavía en el caos, un mar de montañas separadas por angostos barrancos por los que corren torrentes; no hay llanuras, sino inmensas olas de granito y gigantescas ondulaciones de tierra cubiertas de matorrales o de umbrosos bosques de castaños y pinos. Es un suelo virgen, inculto, desierto, aunque a veces se descubra un pueblo, que parece un amontonamiento de rocas en la cima de un monte. No hay cultivos, ni industrias, ni arte. Jamás se encuentra un trozo de madera tallada, un fragmento de piedra esculpida, ni hay huellas del gusto infantil o refinado de los antepasados por las cosas graciosas y bellas. Es esto precisamente lo que más choca en aquel soberbio y duro país: la indiferencia hereditaria por esa búsqueda de formas seductoras que se llama arte. Italia, donde cada palacio, lleno de obras maestras, es una obra maestra por sí mismo; donde el mármol, la madera, el bronce, el hierro, los metales y las piedras atestiguan el genio del hombre; donde los más pequeños objetos antiguos que se encuentran en las casas viejas revelan esa divina preocupación por la gracia, es para todos nosotros la patria sagrada a la que se ama porque nos muestra y nos prueba el esfuerzo, la grandeza, la potencia y el triunfo de la inteligencia creadora. Frente a ella, la ruda Córcega se ha conservado como en sus primeros días. El hombre vive allí en su tosca casa, indiferente a todo lo que no afecte a su propia existencia o a sus querellas de familia. Ha conservado los defectos y las cualidades de las razas incultas, violento, rencoroso, inconscientemente sanguinario, pero también hospitalario, generoso, leal, ingenuo, capaz de abrir sus puertas a los caminantes y de dar su fiel amistad a la menor muestra de simpatía. Hacía un mes que vagaba a través de esta isla magnífica, con la sensación de que estaba en los confines del mundo. No había ni posadas, ni tabernas, ni carreteras. Llegaba, por senderos de mulas, a esas aldeas que se sujetan en las laderas de las montañas y desde las que se dominan abismos tortuosos de cuyas profundidades sube por la noche el rumor continuo, la voz sorda y honda del torrente. Llamaba a las puertas de las casas, y pedía un refugio para la noche y algo de comer hasta el día siguiente. Me sentaba a la humilde mesa y dormía bajo un techo humilde; a la mañana siguiente, estrechaba la mano que me tendía el huésped, el cual me conducía hasta los límites del pueblo. Una noche, tras diez horas de camino, llegué a una casita aislada en el fondo de un pequeño valle que se abría al mar una legua más abajo. Las dos vertientes montañosas, cubiertas de matorrales, de rocas desmoronadas y de grandes árboles, cerraban como dos murallas sombrías aquel barranco lamentablemente triste. En torno a la choza, un viñedo y un pequeño huerto, y un poco más lejos, varios grandes castaños: lo suficiente, en fin, para vivir, y una fortuna para aquel país pobre. La mujer que me recibió era vieja, grave y limpia, excepcionalmente. El hombre, sentado en una silla de paja, se levantó para saludarme y se volvió a sentar sin decir una palabra. Su compañera me dijo:

-Perdónele, se ha quedado sordo. Tiene ya ochenta y dos años.

Me sorprendió que hablara el francés de Francia.

-¿Son ustedes de Córcega?

Ella me respondió:

-No. Somos del continente. Pero hace cincuenta años que vivimos aquí.

Una sensación de angustia y de espanto se apoderó de mí al pensar en aquellos cincuenta años transcurridos en un lugar tan sombrío, tan alejado de las ciudades donde vive la gente. Llegó un viejo pastor, y nos pusimos a comer el único plato de la cena: una sopa espesa en la que habían hervido todo junto: patatas, tocino y coles. Al acabar la breve comida, fui a sentarme ante la puerta, con el corazón sobrecogido por la melancolía del triste paisaje, oprimido por esa angustia que se apodera a veces de los viajeros ciertas noches tristes en ciertos lugares desolados. Parece como si todo, la existencia y el universo, estuviera a punto de acabar. Bruscamente se descubre la horrible miseria de la vida, el aislamiento de todos, la nada de todo y la negra soledad del corazón, que se mece y se engaña a sí mismo con sueños hasta la muerte. La vieja se acercó a mí y, con esa curiosidad que vive siempre en el fondo de las almas más resignadas, me preguntó:

-¿Viene usted de Francia, entonces?

-Sí, viajo por gusto.

-¿Será usted de París, quizá?

-No, soy de Nancy.

Me pareció que la agitaba una extraordinaria emoción. Ignoro cómo lo sentí. Ella repitió con voz lenta:

-¿Es usted de Nancy?

En la puerta apareció el hombre, con esa impasibilidad de los sordos.

-No importa. No oye nada -dijo ella. Luego, al cabo de unos segundos, añadió:

-Entonces, conocerá usted a mucha gente en Nancy.

-Sí, a casi todo el mundo.

-¿Conoce a la familia de Sainte-Allaize?

-Sí, muy bien. Eran amigos de mi padre.

-¿Cómo se llama usted?

Le dije mi nombre. Me miró fijamente, y luego, con esa voz de quien evoca sus recuerdos, me dijo:

-Sí, sí, me acuerdo. ¿Y los Brisemare? ¿Qué fue de ellos?

-Murieron todos.

-¡Ah! ¿Conocía a los Sirmont?

-Sí, el último es general.

Entonces, estremeciéndose de emoción y de angustia, por algún sentimiento confuso, poderoso y sagrado, por no sé qué deseo de confesar, de decirlo todo, de hablar de cosas que había tenido hasta aquel momento encerradas en el fondo de su corazón, y también de todas aquellas personas cuyo nombre agitaba su espíritu, me dijo:

-Sí, ya sé: Henri de Sirmont. Es mi hermano.

Alcé mis ojos hasta ella, sobrecogido de sorpresa. Y, de pronto, lo recordé todo. Tiempo atrás había sido un escándalo en la noble Lorena. Una muchacha, bella y rica, Suzanne de Sirmont, había sido raptada por un suboficial de húsares del regimiento que mandaba su padre. Era un guapo mozo, hijo de campesinos, pero que sabía llevar muy bien el dormán, aquel soldado que sedujo a la hija de su coronel. Se debió fijar en él y enamorarse, viendo desfilar los escuadrones. Pero ¿cómo le habló, cómo pudieron verse, comprenderse? ¿Cómo se atrevió ella a hacerle comprender que le amaba? No se pudo saber. Nada logró adivinarse, y nadie lo presentía. Una noche, cuando el soldado acababa de cumplir su servicio, desapareció con ella. Los buscaron, pero no lograron encontrarlos. Jamás se tuvo noticias de ella, y la consideraron como muerta. Y yo la volvía a encontrar de aquella forma, en aquel siniestro valle.

-Sí, sí, ahora me acuerdo -le dije, a mi vez-. Usted es la señorita Suzanne.

Ella dijo que sí con la cabeza. Caían lágrimas de sus ojos. Entonces, señalándome con una mirada al anciano inmóvil a la puerta de su casucha, me dijo:

-Es él.

Y me di cuenta de que lo seguía queriendo, de que lo veía aún con sus ojos de seducida. Le pregunté:

-¿Ha sido usted feliz, por lo menos?

Ella me respondió, con una voz que le salía dél corazón:

-Sí, muy feliz. Me ha hecho muy feliz. Jamás he lamentado nada.

La contemplé, triste, sorprendido, maravillado por el poder del amor. Aquella señorita rica se había marchado con aquel hombre, con aquel campesino. Se había transformado ella misma en campesina. Se había acostumbrado a su vida sin encantos, sin lujo, sin delicadeza de ninguna clase; se había doblegado a sus costumbres sencillas. Y todavía lo amaba. Se había transformado en una aldeana con gorro, con falda de paño. Comía en un plato de barro sobre una mesa de madera, sentada en una silla de paja, un guiso de coles y patatas con tocino. Se acostaba en un jergón junto a él. ¡Y nunca había pensado en nada, sino en él! No había echado de menos ni las joyas, ni las finas telas, ni las elegancias, ni la blandura de los asientos, ni la tibieza perfumada de las alcobas cubiertas de tapices, ni la suavidad de los colchones de pluma donde los cuerpos se hunden para el reposo. Nunca había necesitado más que a él; su presencia colmaba sus deseos. Había abandonado la vida de muy joven, y la sociedad, y a todos los que la habían criado y querido. Sola con él, se había ido a aquel barranco salvaje. Y él lo había sido todo en su vida, todo lo que se desea, todo lo que se sueña, todo lo que se espera sin cesar, todo lo que se ansía sin límites. Le había llenado de dicha la existencia. No habría podido ser más feliz. Y durante toda la noche, oyendo el ronquido sordo del viejo soldado tendido sobre su yacija junto a la mujer que lo había seguido hasta tan lejos, pensé en aquella extraña y sencilla aventura, en aquella felicidad tan completa, hecha de tan poco. Y me marché al amanecer, tras haber estrechado la mano a los dos ancianos esposos.

El narrador se calló.

Una mujer dijo:

-No demuestra nada. Esa mujer tenía un ideal demasiado fácil, necesidades demasiado primitivas y exigencias demasiado sencillas. Tenía que ser una necia.

Otra, lentamente, dijo:

-¿Y qué importa? Fue feliz.

Y lejos, al final del horizonte, Córcega se hundía en la noche, volvía a entrar lentamente en el mar, borrándose su gran sombra aparecida como para contar por sí misma la historia de los dos humildes amantes que se habían refugiado en su costa.

FIN

Eremoll Poema : La felicidad de una lágrima

La felicidad de una lágrima

Autor : Eremoll

Son tus ojos los mas bellos
que los míos podrán ver,
porque en ellos se refleja
la ternura de tu ser,
el deseo de mi alba,
mi paraíso y atardecer
en este te amo,que besa mi alma
desnuda llamándote
con todos estos recuerdos
que siempre empiezan ahora mismo,
pues antes de conocerte
ya te ame,
con cada gota de mi sangre de poeta
desangrada
en la vida de mis poemas,
como el polen a la dulce miel
que en la flor de tus labios
sueña con florecer
dulces
versos de nuestro amor.
Has hecho del desierto de mis ojos
un jardín donde soñarte
es la vida que renace
en mi pecho
tu corazón,
donde han vuelto las palomas
a anidar
tus besos en mis labios,
emigrando
las golondrinas tristes
de mis lagrimas de ayer
al cielo oculto
que nos separa mi amor,
y aquí estoy de nuevo,
vivo y despierto,
besando suspiros de mis sueños
sedientos
por evaporarse
y entrar en tu corazón y soñarte por siempre
como una lagrima
dormida
en la felicidad acunada por tus latidos,
sin una coma, mas que separe
este amor
entre tus labios y los míos,
mientras me comes el alma con tu voz
cuando me llenas de suspiros
la felicidad hambrienta
de saber que tu eres la respuesta
a mis sueños,
el sentido que hace vivir a mi alma
despojada
de todo pecado
en tu corazón,
sabiendo que hasta el cielo
esta azul por que tu y yo
lo pintamos de cariño,
y cuando llueve
son las lagrimas de los ángeles
por lo que les hacemos sentir,
con todo este vivir
de bebernos los sueños
con los labios
de nuestro amor.
Si supieras que una lagrima
tuya
es un sueño mio
que muere,
y que te amo mas
que cualquier poesía,
porque tu eres
el sentido de todas,
la luz de mi corazón,
voz
y forma de todas mis rimas,
tanto te soñé
que hasta la lluvia sabe dulce
entre nosotros mi amor.
A veces me veo
en la paz de tus ojos
con el mar de fondo
y las olas de tu pelo
acariciándome el rostro
en la vida de mis ojos
besando
los silencios de tus labios,
hasta dormir el sol
en nuestro primer aliento
llamándonos
con este sentimiento de necesidad,
que te ruega
quiéreme
como yo te quiero y te enseñare
los misterios de mi corazón,
para ver unidos
la vida hecha felicidad
en la transparencia de una lagrima.

Que la noche
me abrace
con el amor de tus sueños
y me bese con la luz de tu día en mis ojos.

Clemente Althaus : A la felicidad

A la felicidad

Autor : Clemente Althaus (1835-1881)

Yo vi que no eran tu mansión mis lares,
amada entre las Diosas, y por ti
surqué extranjeros procelosos mares,
y apartadas regiones recorrí.
Y cada orilla que tocó mi prora 
con labio ansioso preguntar me oyó:
¿Aquí, decidme, la Ventura mora?
Mas ¡ay! doquier me respondieron: ¡no!
Id más allá: no mereció este suelo
que su áurea planta se imprimiera en él: 
y sin cesar su arrebatado vuelo
sigue de playa en playa mi bajel.
Y nunca abordo a la feliz ribera
donde me digan: La encontraste ya:
antes hiere mi oído donde quiera 
ese eterno terrible ¡más allá!
Así del mundo infante en el misterio,
anhelando tu asilo encantador,
las islas de Fortuna y el hesperio
jardín buscaba el hombre soñador.
Mas, viendo que en las playas no resides
de su natal Mediterráneo mar,
mas allá de los términos de Alcides
tus islas bellas se lanzó a buscar.
Y en el remoto piélago de Atlante
intrépido guïando su timón,
una siempre, esperando más distante
el fugitivo umbral de tu mansión.
Y en el vasto Pacífico océano,
tras siglos largos, penetró también; 
pero, sus playas recorriendo en vano,
no halló en ninguna el suspirado Edén.
Mas siempre en lo ignorado todavía
su fe cifraba y su ilusión tenaz;
y más lejos, más lejos repetía, 
y nunca daba a su carrera paz.
Holló comarcas donde reina sólo
de eterno estío el implacable ardor,
y hasta los hielos últimos del polo
lanzó el audaz bajel explorador.
Y hoy que el nativo globo descubierto
por donde quiera el desdichado ve,
¿A qué mar, se pregunta, y a qué puerto
para encontrar a la Ventura iré?
Mas, aunque nunca a poseerte alcanza, 
y a todos ve su decepción común,
no se rinde y fallece su esperanza,
y persevera su deseo aún.
Que otra playa lo queda donde vaya
de tu hermosura misteriosa en pos,
y es la del cielo esa postrera playa
adonde puso tu morada Dios.
Gozando allí lo que región alguna
le dio del mundo, encontrará por fin
las islas verdaderas de Fortuna,
de las Hesperias el rëal jardín.
y sois vosotras esas islas bellas
donde el hombre infeliz ha de abordar,
refulgentes altísimas estrellas,
doradas islas del celeste mar. 

Gabriel Celaya poema : Momentos felices

Momentos felices

Autor : Gabriel Celaya (1911-1991)

Cuando llueve y reviso mis papeles, y acabo
tirando todo al fuego: poemas incompletos,
pagarés no pagados, cartas de amigos muertos,
fotografías, besos guardados en un libro,
renuncio al peso muerto de mi terco pasado,
soy fúlgido, engrandezco justo en cuanto me niego,
y así atizo las llamas, y salto la fogata,
y apenas si comprendo lo que al hacerlo siento,
¿no es la felicidad lo que me exalta?

Cuando salgo a la calle silbando alegremente
—el pitillo en los labios, el alma disponible—
y les hablo a los niños o me voy con las nubes,
mayo apunta y la brisa lo va todo ensanchando,
las muchachas estrenan sus escotes, sus brazos
desnudos y morenos, sus ojos asombrados,
y ríen ni ellas saben por qué sobreabundando,
salpican la alegría que así tiembla reciente,
¿no es la felicidad lo que se siente?

Cuando llega un amigo, la casa está vacía,
pero mi amada saca jamón, anchoas, queso,
aceitunas, percebes, dos botellas de blanco,
y yo asisto al milagro —sé que todo es fiado—,
y no quiero pensar si podremos pagarlo;
y cuando sin medida bebemos y charlamos,
y el amigo es dichoso, cree que somos dichosos,
y lo somos quizá burlando así la muerte,
¿no es la felicidad lo que trasciende?

Cuando me he despertado, permanezco tendido
con el balcón abierto. Y amanece: las aves
trinan su algarabía pagana lindamente:
y debo levantarme pero no me levanto;
y veo, boca arriba, reflejada en el techo
la ondulación del mar y el iris de su nácar,
y sigo allí tendido, y nada importa nada,
¿no aniquilo así el tiempo? ¿No me salvo del miedo?
¿No es la felicidad lo que amanece?

Cuando voy al mercado, miro los abridores
y, apretando los dientes, las redondas cerezas,
los higos rezumantes, las ciruelas caídas
del árbol de la vida, con pecado sin duda
pues que tanto me tientan. Y pregunto su precio,
regateo, consigo por fin una rebaja,
mas terminado el juego, pago el doble y es poco,
y abre la vendedora sus ojos asombrados,
¿no es la felicidad lo que allí brota?

Cuando puedo decir: el día ha terminado.
Y con el día digo su trajín, su comercio,
la busca del dinero, la lucha de los muertos.
Y cuando así cansado, manchado, llego a casa,
me siento en la penumbra y enchufo el tocadiscos,
y acuden Kachaturian, o Mozart, o Vivaldi,
y la música reina, vuelvo a sentirme limpio,
sencillamente limpio y pese a todo, indemne,
¿no es la felicidad lo que me envuelve?

Cuando tras dar mil vueltas a mis preocupaciones,
me acuerdo de un amigo, voy a verle, me dice:
«Estaba justamente pensando en ir a verte».
Y hablamos largamente, no de mis sinsabores,
pues él, aunque quisiera, no podría ayudarme,
sino de cómo van las cosas en Jordania,
de un libro de Neruda, de su sastre, del viento,
y al marcharme me siento consolado y tranquilo,
¿no es la felicidad lo que me vence?

Abrir nuestras ventanas; sentir el aire nuevo;
pasar por un camino que huele a madreselvas;
beber con un amigo; charlar o bien callarse;
sentir que el sentimiento de los otros es nuestro;
mirarme en unos ojos que nos miran sin mancha,
¿no es esto ser feliz pese a la muerte?
Vencido y traicionado, ver casi con cinismo
que no pueden quitarme nada más y que aún vivo,
¿no es la felicidad que no se vende?

Nicanor Parra poema : Hay un día feliz

Hay un día feliz

Autor : Nicanor Parra (1914)

A recorrer me dediqué esta tarde
Las solitarias calles de mi aldea
Acompañado por el buen crepúsculo
Que es el único amigo que me queda.
Todo está como entonces, el otoño
Y su difusa lámpara de niebla,
Sólo que el tiempo lo ha invadido todo
Con su pálido manto de tristeza.
Nunca pensé, creédmelo, un instante
Volver a ver esta querida tierra,
Pero ahora que he vuelto no comprendo
Cómo pude alejarme de su puerta.
Nada ha cambiado, ni sus casas blancas
Ni sus viejos portones de madera.
Todo está en su lugar; las golondrinas
En la torre más alta de la iglesia;
El caracol en el jardín, y el musgo
En las húmedas manos de las piedras.
No se puede dudar, éste es el reino
Del cielo azul y de las hojas secas
En donde todo y cada cosa tiene
Su singular y plácida leyenda:
Hasta en la propia sombra reconozco
La mirada celeste de mi abuela.
Estos fueron los hechos memorables
Que presenció mi juventud primera,
El correo en la esquina de la plaza
Y la humedad en las murallas viejas.
¡Buena cosa, Dios mío! nunca sabe
Uno apreciar la dicha verdadera,
Cuando la imaginamos más lejana
Es justamente cuando está más cerca.
Ay de mí, ¡ay de mí!, algo me dice
Que la vida no es más que una quimera;
Una ilusión, un sueño sin orillas,
Una pequeña nube pasajera.
Vamos por partes, no sé bien qué digo,
La emoción se me sube a la cabeza.
Como ya era la hora del silencio
Cuando emprendí mí singular empresa,
Una tras otra, en oleaje mudo,
Al establo volvían las ovejas.
Las saludé personalmente a todas
Y cuando estuve frente a la arboleda
Que alimenta el oído del viajero
Con su inefable música secreta
Recordé el mar y enumeré las hojas
En homenaje a mis hermanas muertas.
Perfectamente bien. Seguí mi viaje
Como quien de la vida nada espera.
Pasé frente a la rueda del molino,
Me detuve delante de una tienda:
El olor del café siempre es el mismo,
Siempre la misma luna en mi cabeza;
Entre el río de entonces y el de ahora
No distingo ninguna diferencia.
Lo reconozco bien, éste es el árbol
Que mi padre plantó frente a la puerta
(Ilustre padre que en sus buenos tiempos
Fuera mejor que una ventana abierta).
Yo me atrevo a afirmar que su conducta
Era un trasunto fiel de la Edad Media
Cuando el perro dormía dulcemente
Bajo el ángulo recto de una estrella.
A estas alturas siento que me envuelve
El delicado olor de las violetas
Que mi amorosa madre cultivaba
Para curar la tos y la tristeza.
Cuánto tiempo ha pasado desde entonces
No podría decirlo con certeza;
Todo está igual, seguramente,
El vino y el ruiseñor encima de la mesa,
Mis hermanos menores a esta hora
Deben venir de vuelta de la escuela:
¡Sólo que el tiempo lo ha borrado todo
Como una blanca tempestad de arena!